miércoles, 30 de diciembre de 2009

Intermitencia.


Se nos extraviaron las llaves de la confianza esa tarde. Qué gracioso. Él impecable, de mirada volátil. Sus manos escondindas, avergonzadas por fastidio, por tedio, por insatisfacción. Estábamos ahí, yo y todas mis presencias. Mi sombra era mucho más extensa ese día. Qué gracioso. No pronunciaba palabras, él. Yo tampoco. Esa distancia que nos acercaba o nos alejaba kilómetros se volvía un tanto más visible con la luz del ocaso. Un perro melindroso, días confundidos de estación, promesas espurias (que nunca faltan). Radiante. Nostálgico. Me contó sus motivos, uno a uno, como quien saca delicadamente varios objetos antiguos envueltos en papel y guardados hace años en una caja. Me los enseñaba con falta de convicción. No creí ninguno, pero mentí. Qué gracioso. Era particularmente bello, él. De sonrisa desmedida. De cuerpo frágil y piel tibia. Creía a veces sus mentiras, sólo por amabilidad. Sintió deseos de abrazarme, se contuvo. Presintió mi desencanto, tal vez. Me mostré comprensivo, en el fondo no importaba. No intenté disuadirlo. Mi interés era como ese dije que se nos cayó de la cadena una tarde en la plaza, y tardamos mucho tiempo en notar que ya no estaba. Qué gracioso. Sentí pena. Mintió antes de irse, una vez más. A manera de recuerdo. Miré sus ojos detenidamente. Pretendía quedarme impreso en ellos, supongo. Me preguntó si nos volveríamos a ver. Decidí mentir: dije que si. Se marchó como llegó, lleno de incertidumbres y encanto. Cada uno de un lado, dueños de nuestras orillas. Quise llamarlo, un día. Pero recordé una mala experiencia con un hombre por teléfono. Qué gracioso.

No hay comentarios:

Publicar un comentario