jueves, 10 de diciembre de 2009

Mañana de domingo.

La piel muy blanca y muy extensa. La tela la va cubriendo despacio. Observo desde la cama. Inmóvil. Absorto. Contengo la respiración. Puedo llegar a convencerme a mí mismo que, conteniendo el aire el tiempo suficiente, podría desaparecer hasta volverme invisible. Su rostro parece el de un niño. El pelo le cae hasta los ojos, mientras inclina la cabeza hacia delante. Lo intimido. Sus pezones trémulos e indefensos me lo confirman. Me contengo, tal vez por la distancia, para no morderlos, otra vez. Recuerdo que es domingo, y hemos de llegar tarde a misa. Pero su cuerpo me retiene, entre paredes manchadas. Sobre una cama de sábanas húmedas. Donde yacen las espinas. Donde anoche he dormido. Donde su cuerpo me vuelve víctima, y más tarde victimario. Él ríe, como si hubiera retrocedido en el tiempo, a sus primero años de infancia. Actua como si no tuviera la capacidad necesaria para recordar. Me inspira una ternura inconmensurable, desmedida absolutamente. Le recorro la piel con los ojos. Él se acomoda la sábana, de píe, frente a la cama. Digo en voz alta su nombre. Él no responde. Comprendo entonces que no podré irme. Que de su pecho me he vuelto esclavo. Que de su lengua húmeda soy vasallo. Él, caballero. Sin brillante armadura, sin espada. Casi perdido, en sus perdiciones. Escuchamos a lo lejos las campanadas. Ambos. Él gira hacia una de las ventanas cerradas. Veo marcas de mis dientes en su espalda.

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