martes, 22 de diciembre de 2009

La caja.

No dejábamos de mirar la caja. Ninguno de los dos. Él la sostenía con ambas manos. La daba vueltas. La levantaba sobre su cabeza y la movía suavemente. Volvió a colocarla sobre la mesa. Estaba envuelta con un papel perfumado. Olía a los jardines de mi abuela en verano, después de haber llovido por un rato. Era de color obispo, con pequeños dibujitos blancos. Diminutos. Uno tenía que acercarse mucho para mirarlos, y aún así, no se podían distinguir claramente. Tenía un gran lazo blanco que la recorría. En toda la casa sólo había esa caja. Sobre esa mesa, y no sobre otra. Miré a Julián esperando que dijera algo. Él sólo me miró y arrugó la frente. Intenté hablar. Él apoyó una mano sobre mi boca. Corrimos por los pasillos por más de una hora. Nos olvidamos de esa caja. Era la última vez que Julián venía a visitarme. No fue al colegio al día siguiente. Esa tarde me besó en la panza, donde nunca me había besado. Todavía recuero el sabor a uva de sus labios. A la mañana siguiente la caja ya no estaba sobre la mesa. Pregunté durante el desayuno por ella, pero nadie sabía nada de una caja color obispo. Quise contárselo a Julián, pero no volví a verlo.

1 comentario:

  1. Ni los modales, ni la caja, ni Julián.
    Un día, un dos de Abril de un año bisiesto te vas a encontrar nuevamente con todo eso que desencontraste, o quizás...

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