lunes, 21 de diciembre de 2009

Humedad.

La transpiración humedeció mi cuerpo, y el suyo. Ninguna brisa se hizo presente. Ninguna. Él reía. Yo lamentaba. La piel pegada al tapizado de los asientos. Un zumbido constante, impertinente. El reducido hábitat que apricionaba dos cuerpos. Miraba completamente absorto el espacio entre sus clavículas, como un niño que intenta ver qué se esconde detrás de un árbol. Él sólo reía. Una vez más tuve miedo. Retuve aire. Él levantó la vista, cómplice de lo que acontecía. No se lo decía abiertamente. Guardábamos ese secreto que ninguno conocía, y en esa ignoracia radicaba la belleza. Esquivé su mirada. Miré hacía delante, a través del vidrio. Sus dedos rozaron los mios. Permanecí inmóvil, incólume y santo. Detuve el auto lo antes posible. Dentro de la oscuridad de nuestras mismas camas, en ese momento vacías. Murmuré. Él reía, como siempre ríe. Se dejó caer sobre mis piernas. Miré su rostro descolorido. Papel rosa y frágil, pensé. De esos que van dentro de las cajas para envolver cosas bonitas. Mis dedos encontraron su ombligo. Justo entre sus dos costados. Desabroché su pantalón, como deshaciendo una cama a la mitad de la noche. Lo miré a los ojos, viendo en su excitación, la mía. Cerró los ojos, él. Se convirtió, en ese instante, en un animalito indefenso, risueño. Apretaba los dientes, él. Intentaba retener los gemidos acumulados en su boca. No pudo evitarlo. Pensé que fue imprudente. Abrió con fuerza los ojos. No pude dejar de mirar su abdomen húmedo, recuerdo. Era como una pintura a la que uno intenta encontrarle formas que no existen. El sol de la mañana reverberó sobre nosotros. Nuestra piel, todavia, sobre el tapizado. Él se bajó del auto. Lo escuché apoyar sus píes con fuerza sobre la tierra. Caminó unos pasos, alejándose. Miraba perdido, él. Sonaba todo a desierto. La luz del día nos hace evidentes, pensé. Permanecí dentro del auto. Giré la cabeza, buscándolo con la mirada. Él reía, como siempre ríe.

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